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El día que dos familias se quedaron un poco más

Me avisaron el día de antes. Tocaba cubrir un desahucio, esta vez en el barrio del Gancho, en Zaragoza. La historia parecía sencilla: una mujer, Samanta, y sus dos hijos estaban a punto de perder su casa e iba a haber varios activistas intentando evitarlo. Lo que no sabía entonces era que esa mañana terminaría con dos desahucios simultáneos, una calle colapsada, abrazos entre vecinos y una niña que me haría vivir de cerca esa historia.


Unos días antes del desahucio, había quedado con Samanta para hacerle unas fotos que acompañarían a una entrevista. Al principio, como suele pasar, la cosa fue algo tímida. Pero poco a poco, jugando con sus hijos y hablando con ella para conocer su historia, la atmósfera se volvió más cercana. Me enseñaron su casa, o lo que quedaba de ella. Dos colchones, una cocina medio vacía y cuartos vacíos. Mientras Samanta hablaba con su abogado, me quedé con los pequeños, me enseñaron su habitación y les hice algunas fotos. Me llamó la atención la mezcla entre la inocencia infantil y ese miedo sordo a perder el hogar. Un miedo que, aunque no lo entendieran del todo, ya notaban.



El 7 de julio llegué hora y media antes del desahucio con mi compañera Marta Peláez. El portal número 15 de la calle Mayoral ya estaba lleno: activistas, vecinos, periodistas... Me quedé fuera haciendo fotos y escuchando hasta que apareció un familiar de Samanta con sus hijos. Al verme, la hija corrió hacia mí y me abrazó, me reconoció. Me hizo una ilusión tremenda.

Ese momento de ternura se rompió pronto. Mientras se intentaba paralizar el desahucio de Samanta, se supo que a escasos metros, en la calle San Pablo, estaba ocurriendo otro desalojo, sin previo aviso. Justo entonces, un policía que venía de ese segundo desalojo apareció en la calle Mayoral para informar a Samanta de que el suyo se posponía hasta el 24 de septiembre.


Pero su entrada a la casa no fue fácil. La gente creía que era un farol, y no lo dejaban pasar. Hubo gritos, empujones, tensión y amenazas. Finalmente se le permitió subir y varios medios subimos también para conocer la situación de Samanta. Y aunque profesionalmente había que estar allí, reconozco que me incomodó cómo algunos compañeros (pocos por suerte) se acercaron a ella, buscando la frase jugosa, el titular fácil.



Cuando la noticia se confirmó, la calle estalló en aplausos. Yo bajé corriendo, pensando en captar esa imagen que ya tenia en mi cabeza de Samanta abrazada por los suyos. Pero ya no quedaba casi nadie, todos se habían ido al otro desahucio, así que me fui pitando hacia la calle San Pablo.


Era una calle algo estrecha, colapsada. En el portal estaban tres o cuatro policías intentando ejecutar el desahucio de otra familia, también con varios hijos. Los protestantes se habían organizado en dos niveles: unos rodeaban el portal, otros formaban una cadena humana más atrás, impidiendo el paso a más agentes o antidisturbios. La prensa quedamos atrapados entre ambos grupos hasta que nos echaron.

Como desde el lugar donde los agentes nos obligaron a quedarnos no podía ver bien lo que estaba sucediendo, no me conformé y me metí por una calle paralela para rodear toda la manzana. Llegué al otro extremo de San Pablo, justo donde no había control policial, y accedí desde allí, por el lado contrario. En ese tramo estaban los protestantes más cercanos a la puerta y varios vecinos.


Desde ahí documenté lo que pude y subí a casa de una vecina, que me dejó fotografiar la escena desde su ventana. Fue la única forma de conseguir una imagen de conjunto, donde se entendiera realmente el caos que se vivía en esa calle.

Cuando bajé, se acababa de confirmar: el segundo desalojo también se había detenido. La calle, otra vez, se llenó de abrazos, lágrimas y gritos de reivindicación.


Y en medio de todo eso, llegó Samanta con sus hijos. Se abrazaban con los vecinos, sonreían. Habían ido allí para apoyar a sus amigos, los que un rato antes habían estado en su propia puerta.


Yo seguí documentando desde donde pude. Y justo cuando ya estaba todo calmado, la hija de Samanta volvió a buscarme. Me abrazó y me dio las gracias por estar con ellos, por hacerles fotos. Fue algo tan sencillo como bonito.



Acabé esa mañana agotado, física y emocionalmente. La cobertura duró unas cuatro horas, pero sentí que había hecho bien mi trabajo. Que había estado en el lugar adecuado, en los momentos clave. Que había conseguido contar lo que pasó, desde cerca, sin filtros. Y también, que por moverme, por buscar otros ángulos, había conseguido imágenes que el resto de compañeros no pudieron.


Porque a veces eso es lo que marca la diferencia: estar, mirar, moverse. Y quedarse un rato más cuando todos ya se han ido.

Libertad Jiménez y Samanta Aragonés junto a sus hijos, las dos jóvenes zaragozanas libradas del desahucio después de todo lo sucedido.
Libertad Jiménez y Samanta Aragonés junto a sus hijos, las dos jóvenes zaragozanas libradas del desahucio después de todo lo sucedido.

Puedes leer la entrevista y el reportaje en El Periódico de Aragón.


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