Del barro al Congreso
- Miguel Ángel Gracia

- Oct 28
- 3 min read
Hace un año, apenas una semana después de que la DANA arrasara buena parte de la Comunidad Valenciana, recibí una llamada del director de El Periódico de Aragón. Querían enviar a alguien a cubrir lo que estaba ocurriendo allí: documentar los daños, contar historias, dar voz a los afectados. Lo curioso es que en ese mismo momento yo iba en el coche con mi padre diciéndole que me estaba planteando irme por mi cuenta a Valencia a fotografiar lo que estaba pasando. Así que, cuando sonó el teléfono, lo tuve claro: tenía que ir.
Reconozco que me dio respeto. Era consciente de la magnitud de lo que había ocurrido, y de la responsabilidad que suponía documentarlo. Pero también sabía que era una oportunidad enorme para crecer y para ponerme a prueba. Al día siguiente, con mi compañero Marcos Calvo, salimos rumbo a Valencia en el que ya mítico para nosotros Fiat Panda. Pasamos varios días eternos allí: madrugar, intentar atravesar carreteras cortadas y calles llenas de lodo, trabajar hasta las tantas y, al día siguiente, volver a empezar.
Los primeros días me impactaba absolutamente todo. Ver calles convertidas en ríos, casas sepultadas en barro, coches amontonados unos sobre otros… Pero con el paso de las horas acabé asimilando el desastre, y ahí llegó el dilema: esa anestesia que a veces sientes cuando trabajas durante tanto tiempo entre la desgracia ajena. No es indiferencia, es supervivencia. Y convivir con eso es más difícil de lo que parece.
Uno de los momentos que más me marcó fue el último día justo antes de regresar a Zaragoza. Teníamos una entrevista con la alcaldesa de Catarroja, el pueblo donde se habían desplazado los operativos aragoneses, en un colegio que se había convertido en base de operaciones. La entrevista se retrasó, así que decidí recorrer el edificio para hacer algunas fotos. Me encontré con aulas de música convertidas en centros logísticos, pizarras cubiertas por mapas de la ciudad con las zonas afectadas, mochilas y juguetes llenos de barro apilados en un rincón. Ver cómo un lugar lleno de vida infantil se transformaba en un espacio de emergencia me golpeó fuerte. Necesité sentarme un momento para procesarlo todo.
Recuerdo también a una niña con la que jugué un rato entre montones de ropa embarrada y cajas de comida, o a un chico que, en mitad de la noche, nos llevó en su coche mientras nos contaba cómo había intentado salvar a su madre durante la tormenta. O a los voluntarios, llegados de toda España, que se movían sin descanso.
Meses después, algunas de las fotografías de esa cobertura recibieron un premio y, más tarde, la Medalla de Aragón. Fue un honor, por supuesto, pero también un pequeño dilema personal. Documentar el sufrimiento ajeno con respeto y empatía es una línea delicada, y aunque uno se esfuerce en hacerlo con toda la sensibilidad del mundo, siempre queda esa sensación de estar recibiendo reconocimiento a costa del dolor de otros. La Medalla de Aragón me hizo ilusión, claro, pero no terminé de creerlo hasta que tuve el sobre en mis manos. Supongo que, más que un mérito personal, la entiendo como un símbolo del esfuerzo colectivo de todos los que estuvimos allí.
Y hace unos días, todo ese recorrido me llevó hasta el Congreso de los Diputados, en Madrid. Mandé varias fotografías a la Unió de Periodistes Valencians, que estaba preparando una exposición con motivo del aniversario de la DANA. Meses después me llegó un correo: habían seleccionado dos imágenes mías.
La exposición “Un año de la DANA”, reunía a grandes fotoperiodistas de distintos medios para recordar lo ocurrido, a las víctimas y a los vecinos que lo perdieron todo.
La inauguración fue en la Sala de la Reina, prácticamente frente al hemiciclo del Congreso. Un lugar imponente, con ese aire solemne que hace que hasta caminar allí te imponga respeto.
Estar allí fue emocionante. No solo por la importancia del lugar, sino por lo que significaba: que esas fotografías tomadas en mitad del barro, entre cansancio y silencio, habían llegado hasta uno de los espacios más importantes del país. Y aunque esas imágenes nacieron del desastre, para mí representan también un paso más, un pequeño recordatorio de por qué hago lo que hago.
No sé exactamente qué significa todo esto para mí, pero sí sé lo que habría significado para el Miguel que empezó con su primera cámara hace unos años. Probablemente no se lo creería. Quizá, de algún modo, exponer en el Congreso justo un año después cierra un círculo: el de una cobertura que me enseñó a trabajar, a mirar y a entender mejor la empatía detrás de cada historia.
Ojalá quienes vean esas fotos (políticos sobre todo) puedan sentir, aunque sea un poco, el miedo, el agotamiento y la tristeza que del pueblo Valenciano de aquellos días, semanas, meses, y ahora año. Y que cuando algo así vuelva a ocurrir, que volverá a ocurrir, sepamos actuar mejor.























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